Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Juan 3: 16
Cita Bíblica: Juan 3:1-16
En el día de hoy, veremos la segunda parte del tema en el que comenzamos a meditar el domingo 25 de mayo. Por este motivo, no publicaremos de nuevo el bosquejo entregado en esa oportunidad. En su lugar, les compartimos una interesante anécdota tomada de la vasta y rica historia de las misiones.
Jabón y Biblia
así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié.
Isaías 55:11
En la isla de Madagascar, la Biblia pudo ser traducida, impresa y distribuida a causa de las barras de jabón. ¿Cómo sucedió esto? Pues bien, la historia es ésta:
Hace más de ciento cincuenta años los primeros misioneros llegaron a la Isla. En ese entonces, encontraron a un buen rey, quien les dio la bienvenida y les ayudó a iniciarse en su obra que incluía la traducción de las Escrituras en la lengua local. Soñaban con el día cuando cada persona de Madagascar tendría su propia Biblia y en su idioma.
Luego murió el buen rey, y una reina que se oponía al cristianismo tomó su lugar.
— «No más del culto al Dios del hombre blanco», ordenó ella. «Los misioneros tendrán que salir en el próximo barco.» ¿Qué podrían hacer ellos? Su trabajo de traducción aun estaba sin terminar. ¡Si tuviesen tiempo para trabajar un poco más! Entonces la reina los llamó. Tenía en sus manos algo que constituía para ella un verdadero tesoro. Se trataba de una barra de jabón.
— «¿Pueden ustedes hacerme más de estas cosas maravillosas?» dijo ella.
Los misioneros pensaron rápidamente. Algunos de ellos sabían un poco de química. Tal vez podrían recordar cómo hacer jabón. Entre tanto los demás podrían seguir con la traducción de la Biblia.
— «Trataremos de hacerlo, Su Majestad», prometieron.
Entonces, ¡cómo trabajaron! Terminaron la traducción, instalaron imprentas, trabajaron más y más rápidamente.
— «Denme mi jabón», decía la reina. «Denme mi jabón, o salgan inmediatamente.»
Por fin terminaron. La reina recibió su jabón, y el siguiente barco que llegó a la isla se llevó a los misioneros, pero lograron dejar setenta y siete ejemplares de la Biblia en el idioma nativo.
Luego transcurrieron veinticinco años difíciles; veinticinco años en que la reina ordenó que mataran a cualquiera que fuese descubierto leyendo la Biblia. Los cristianos escondían sus tesoros en pozos de arroz, en cavernas, y aun en el hueco de los árboles. Deshicieron los libros, porque era más fácil esconder unas cuantas hojas que un libro grueso.
Lo maravilloso fue que los cristianos ocupaban mucho tiempo leyendo, aprendiendo, y enseñando a sus hijos.
Luego, murió la reina.
De los escondites salieron las Biblias, y también las personas que amaban a Dios. Cuando se fueron los misioneros había solamente unos cuantos creyentes, ahora ya había millares, porque nada había sido capaz de detener el poder del Libro Eterno.